sábado, 31 de diciembre de 2016

GRASS, Günter, "El Tambor de hojalata", Alfaguara, Madrid 1978

   


   Oscar Matzerath, un hombre que a los tres años decidió dejar de crecer, nos cuenta su historia convertido en un enano deforme y jorobado, un ser amoral y cínico que transgrede cualquier tipo de norma. 

   Oscar tiene en la actualidad 28 años; y está ingresado en un hospital psiquiátrico a la espera de una revisión de juicio que le podría absolver y salir a la calle (cosa que como sabremos al final, no le apetece lo más mínimo). Desde su habitación y en los folios que le consigue Bruno, su cuidador, nos cuenta su historia.
   
   El origen familiar por parte de madre (Agnes) se encuentra en Cachubia, región etno-histórica del norte de Polonia, cuya capital es Gdansk, ciudad portuaria muy importante del mar Báltico, en la que transcurre una buena parte de la historia.

   Oscar, nacido en 1925, se niega a crecer desde los tres años (ya antes había escuchado los planes de sus padres para con él: su padre le pondría al frente de su tienda de comestibles y su madre le regalaría un tambor de hojalata) cuando, el día en que los cumplía, se arrojó por un hueco que comunicaba la tienda con la bodega. La razón era darse un buen golpe en la cabeza que justificara en el futuro sus deficiencias físicas y mentales. Ese día él decide dejar de crecer. Tiene, además, una voz vitricida capaz de romper vidrios con su sonido cuando grita, así que a los seis años debe abandonar el colegio y lo ponen bajo la tutela de Gretra Scheffler, amiga de la familia y sin hijos, que actuará como una maestra muy peculiar. Para entonces ya estará en marcha su capacidad de ocultamiento de su crecimiento: “No fue nada fácil aprender a leer haciéndome al propio tiempo el ignorante. Esto había de resultarme más difícil que la simulación, prolongada durante muchos años, de mojar la cama. Pues en este último caso se trataba simplemente de poner cada mañana de manifiesto una deficiencia de la que en el fondo habría podido prescindir. En  cambio hacerme el ignorante, significaba para mí ocultar mis rápidos progresos y sostener una lucha constante con mi incipiente vanidad intelectual. Que los adultos vieran en mí a un niño que mojaba la cama me traía perfectamente sin cuidado, pero tener que pasar un día sí y otro también por bobo era bastante molesto para Oscar y para su maestra.” (p.103), y está continuamente tocando el tambor.

   En 1934, su padre, Matzerath ingresa en el partido nazi. Oscar tiene nueve años y acude todos los domingos a actos de propaganda consiguiendo boicotear alguno de ellos con su tambor: “Por espacio de algún tiempo o, más exactamente, hasta noviembre del treinta y ocho, con ayuda de mi tambor, acurrucado bajo las tribunas y con mayor o menor éxito, disolví manifestaciones, hice atascarse a más de un orador y convertí marchas militares y orfeones en valses y foxtrots” (p.139) y no lo hace precisamente por razones políticas: “Ahora bien, ¿puede deducirse de ello que yo, huésped de un sanatorio, haya sido un luchador de la resistencia?. Por mi parte he de contestar la pregunta negativamente, y he de rogar también a ustedes, que no son huéspedes de sanatorio alguno, que no vean en mí más que a un individuo algo solitario que, por razones personales y evidentemente estéticas, y tomando a pecho las lecciones de su maestro Bebra, rechazaba el color y el corte de los uniformes y el ritmo y el volumen de la música  usual en las tribunas, y que por ello trataba de exteriorizar su protesta sirviéndose  de un simple tambor de juguete. En aquel tiempo era todavía posible establecer contacto, mediante un miserable tambor de hojalata, con la gente que estaba en las tribunas y la que estaba delante de ellas, y he de confesar que, lo mismo que mi canto vitricida a distancia, llevé mi truco escenográfico hasta la perfección. Y no me limité en modo alguno a tocar el tambor contra las manifestaciones pardas. Oscar se coló asimismo bajo las tribunas de los rojos y los negros, de los exploradores y de las camisas verde espinaca de los PX, de los Testigos de Jehová y de la Liga Nacionalista, de los vegetarianos y de los Jóvenes Polacos del Movimiento de la Zona Oriental. Por más que cantaran, soplaran, oraran o predicaran, mi tambor sabía algo mejor” (pp.140-141). En esta época es cuando conoce a Bebra, un liliputiense que trabaja en circos y con el que se reencontrará más tarde. En cuanto a su voz, practica lo que él llama “las tentaciones” ajenas, rompiendo los cristales de los escaparates y facilitando así innumerables robos. Mientras, sigue teniendo la talla de un niño de tres años.

   A los trece años muere su madre, su “pobre mamá”, a la que estaba muy unido y con la que compartía muchos secretos y aparece María en su vida, una jovencita que entra en la casa para cuidar de él y de su padre, Matzerath.

   Con dieciséis años, aunque sigue teniendo la apariencia de tres, tiene sus primeros encuentros erótico-festivos con María, a resultas de los cuales ella queda embarazada (o al menos eso cree él). La descripción de esas escenas son divertidísimas y originales y se desarrollan en torno a unos polvos efervescentes que compraban en sobres (no hay que olvidar que el presente narrativo se sitúa en 1953, cuando Oscar está ingresado en un sanatorio). Casi al mismo tiempo, su presunto padre Matzerzth se acuesta con María y convencido de que el hijo que espera es suyo, se casa con ella. Al final, no queda claro quién es el padre aunque Oscar está convencido de que es él.

   El liliputiense Bebra, al que él llama amigo y mentor, es nombrado por Hitler director del Teatro de Campaña y junto con su compañera Rosvita (Raguna, la “gran sonámbula”) convencen a Oscar, que tiene dieciocho años, para que se vaya en su Campaña de propaganda a recorrer el mundo, sobre todo París. Oscar se despide de los suyos (su hijo tiene ya dos años) y se marcha. Actúa como el tambor vitricida y se dedican a divertir a los soldados haciéndoles olvidar por unos minutos el frente. Mantiene estrecha e íntima relación con Rosvita y absoluta colaboración con las tropas nazis.

   Increíble es el capítulo de los Curtidores. Oscar cuenta cómo se puso al frente de una banda a finales del 44 a cuyos miembros convenció de que era el auténtico sucesor de Jesús y con los que cometió más de una tropelía como ir a una iglesia, serrar la figura del Niño Jesús sentado sobre la Virgen y colocarse él en su lugar, para acompañar con el tambor una misa oficiada por uno de los vándalos, vestido con toda la liturgia católica, con otros dos como monaguillos: “Ya a partir del Introito empecé yo a mover discretamente los palillos sobre la hojalata  (p.421). Cuando llega la policía, Oscar finge que le han obligado así que queda como el niño de tres años que parece. El capítulo es una locura y muestra el grado de patología mental del protagonista. Tenía veinte años.

   Continúa el bombardeo de Danzig. La guerra ha terminado. Los rusos prenden fuego a la ciudad y la ocupan. Entran en la casa de la familia y Oscar tiene escondida en su mano la insignia nazi de su padre y en un momento dado se la pasa a su padre con la aguja abierta. Matzerzth, aterrorizado porque los rusos la descubran, se la mete en la boca y se la traga. Antes de que se hubiera asfixiado muere por los balazos de los rusos. Oscar sabía lo que iba a pasar y no parece que le importe mucho, todo lo contrario, porque dice que mientras esto ocurría él estaba jugando con un piojo (conducta anómala que indica lo mal que está) y, también al mismo tiempo, los rusos están violando repetidas veces a la hermana de María.

   Efectivamente él es el responsable de la muerte de Matzerath, como también lo fue de la de Bronski, y así lo reconoce: “porque ya estaba harto de tener que cargar toda mi vida con un padre”. “Y tampoco era cierto que el imperdible de la insignia del Partido estuviera ya abierto cuando yo agarré el bombón del piso de cemento. No, el que lo abrió fui yo, mientras lo tenía escondido en la mano. Y le di a Matzerath el bombón pegajoso, punzante y atracante,  para que le hallaran la insignia a él , para que él se pusiera el Partido sobre la lengua y se asfixiara con él..."(p.448). En el entierro de Matzerath echa al hoyo el tambor y en ese momento empieza a crecer (sabremos que creció hasta un metro veintiún cms). Dice que hasta los veintiún años midió noventa y cuatro cms. Y cuenta también que a resultas de una pedrada de su hijo Kurt, cayó él también en el hoyo.

   Aún en el sanatorio parece que Oscar sigue creciendo (presente narrativo) y por ello tiene inflamadas las rodillas y las manos, así que en un momento dado pide Bruno, su cuidador, que siga escribiendo por él. Es Bruno quien nos dice que Oscar salió de Danzig, ahora Gdansk, el 12 de junio del 45. Le acompañaba la viuda María Matzerath y su presunto hijo Kurt Matzerath y en ese viaje que duró una semana, Oscar le asegura que creció diez cms así como que también le creció una joroba desplazada ligeramente a la izquierda. En ese viaje los dolores, las convulsiones y la fiebre hicieron que le ingresaran en el hospital municipal de Düsseldorf desde agosto del 45 hasta mayo del 46. A petición de Oscar, Bruno le describe: “Mi paciente mide un metro y veintiún centímetros. Lleva su cabeza, excesivamente gruesa aun para personas de talla normal, entre sus hombros sobre un cuello francamente raquítico. El tórax y la espalda, que hay que designar como joroba, sobresalen. Tiene unos ojos azules brillantes, inteligentes y móviles que a veces se le dilatan con entusiasmo. Su pelo castaño oscuro, ligeramente ondulado, es espeso. Le agrada mostrar sus brazos, robustos en relación con el resto del cuerpo, y las que él mismo llama sus bellas manos. En particular cuando toca el tambor, –lo que la dirección del establecimiento le permite de tres a cuatro horas diarias-, sus dedos dan la impresión de ser independientes y de pertenecer a otro cuerpo. El señor Matzerath se ha enriquecido mucho con discos y sigue ganando dinero todavía con ellos. Los días de vivita vienen a verlo personas interesantes. Aun antes de que se instruyera su proceso y antes de que lo internaran con nosotros conocía yo ya su nombre porque el señor Oscar Matzerath es un artista prominente. Yo personalmente creo en su inocencia y no estoy por consiguiente seguro de si se quedará con nosotros o si lo dejaran salir algún día, de modo que pueda volver a actuar con éxito como antes. Ahora voy a medirlo, aunque ya lo hice hace dos días...”(p.474). Ahora mide 1,23 cms.

   Sigue contándonos. En 1947 se pone a trabajar como ayudante de Korneff, que se dedica a hacer lápidas de cementerio. Oscar se compra ropa y con su joroba y su cinismo se va a bailar todos los fines de semana, llegando a una cierta intimidad con algunas mujeres. Sigue mezclando la realidad con la fantasía como ocurre un día en un cementerio ante la exhumación del cadáver de una mujer que le da pie a todo un ejercicio onírico sobre su persona y la del personaje Yorick de Hamlet. Pide a María que se case con él pero ella le rechaza y afirma convertirse en “Hamlet, un loco”, añadiendo que hubiera sido ”un hombre de negocios, un buen burgués y un esposo”. Abandona al marmolista y decide consagrarse al arte. Pasa los días en la calle y acepta una propuesta como modelo en la escuela de Bellas Artes. Allí, cuenta lo que el profesor Kuchen dirá de él: “...sostenía que yo, Oscar, expresaba la figura destrozada del hombre en forma acusadora, provocadora, intemporal y expresiva, con todo, de la locura de nuestro siglo, fulminando finalmente por encima de los caballetes:-¡No lo dibujéis, ese engendro: sacrificadlo, crucificadlo, clavadlo con carboncillo en la pared!” (p.513).

   El capítulo de “el bodegón de las Cebollas” es ejemplo perfecto, -uno de tantos, por otro lado-, del tono delirante y surrealista de lo que cuenta Oscar. Es un local de moda en la ciudad de Düsseldorf donde no se come ni se bebe, en el que su dueño pone a sus clientes, sentados en cajas, una tabla de madera con un cuchillo y una cebolla para que la piquen y así poder llorar, porque: “algún día se designará a nuestro siglo como el siglo sin lágrimas, pese a todos sus sufrimientos, y por ello también precisamente, por razón de esta falta de lágrimas, la gente que disponía de los medios para ello iba al Bodegón de las Cebollas y se hacía servir por el dueño una tablita de picar y un cuchillo de cocina por ochenta pfennigs y, por doce marcos, una vulgar cebolla de cocina, de jardín o de campo, y la iban cortando en trocitos cada vez más pequeños, hasta que el jugo lo lograba. ¿Qué lograba? Lograba lo que el mundo y el dolor de este mundo no lograban producir, a saber: la lágrima esférica y humana. Aquí sí se lloraba. Aquí, por fin, volvíase a llorar. Se lloraba discretamente, o sin reserva, abiertamente. Aquí corrían las lágrimas y lo lavaban todo” (p.584). Oscar cuenta que, además, en medio de los llantos comenzaban a producirse conductas claramente promiscuas y, para calmarlas, contrataban a Oscar y a sus amigos, Klepp y Scholle, que, tocando instrumentos musicales, conseguían calmarles. Por ejemplo, allí va la señorita Pioch, cuya historia amorosa con el señor Vollmer obliga a éste a curarle una uña del pie que previamente le ha roto, de forma que no hay amor si no hay uña del pie de ella que curar. O la pareja formada por un joven imberbe y una joven a la que le sale mucha barba…En fin, es un capítulo alucinante que sigue en manos de Oscar desde la cama del hospital.

   Efectivamente, Oscar se ha convertido en un personaje famoso que da conciertos por toda Europa con su tambor, consiguiendo en ellos que el público se le entregue y haga lo que él quiera que hagan, como volver a su niñez.

   El final es, como todo el libro, delirante y difícil de explicar por su carácter casi surrealista. Encuentran un dedo y la policía descubre que es de la señorita Dorotea, de la que Oscar está enamorado aunque ni siquiera la conoce. Esta es la razón de por qué está en un hospital psiquiátrico, ha sido condenado como culpable, pero el día que cumple 30 años le comunican la revisión del proceso, porque han aparecido nuevas pruebas, y su más que segura absolución. Así, saldrá del sanatorio, cosa que a él le aterra.

   Hay crítica, sarcasmo, acidez, irreverencia...en todo el libro y respecto a casi todo, por ejemplo en el capítulo dedicado al catolicismo, a la iglesia y a Jesucristo, que se niega a tocar el tambor que Oscar le ha colgado con los dos palillos: “Mientras mamá me sacaba de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, yo iba contando con los dedos: hoy lunes, mañana martes, miércoles, Jueves Santo, y Viernes Santo, acabad con él, que ni siquiera sabe tocar el tambor, que no me concede romper los vidrios, que se me parece y sin embargo es falso, que bajará a la tumba, en tanto que yo puedo seguir tocando y tocando mi tambor, pero sin que vuelva jamás  a ocurrírseme desear un milagro” (p.163).


   Igualmente, hay mofa de la guerra en muchas ocasiones como cuando es capaz de arruinar con su tambor uno de los actos propagandísticos del nazismo en los que intervenía su padre; o cuando los alemanes asaltan el Correo polaco y su tío y “presunto padre”, Jan Bronski, saca las cartas y junto con Oscar y el conserje, -que está mortalmente herido-, se ponen a jugar al skat en medio del fuego del combate. La partida de cartas se cuenta con todo lujo de detalles (pp264-270) y poco después  es fusilado con otros treinta polacos del Correo.

   En esa línea hay una intensa carga de humor, unas veces sutil e inteligente, otras declaradamente hilarante y divertido, como cuando cuenta el origen y tipo de sus primeros escarceos erótico-festivos con María a base de la ingestión de polvos efervescentes comprados en bolsitas o todo el episodio de “el bodegón de las cebollas”
                  
   Interesante la recreación de la figura de D. Quijote en el personaje del caballero Pan Kiehot, en la toma de Polonia en 1939: “Los ulanos sienten de nuevo el escozor y operan una conversión con sus caballos allí por los almiares –lo que también proporciona materia para un cuadro-, y se reagrupan detrás de uno que en España se llama D. Quijote, pero aquí tiene por nombre Pan Kiehot: un polaco de pura cepa de noble y triste figura, que ha enseñado a todos sus ulanos a besar la mano a la jineta, de modo que siempre están listos para besársela devotamente a la muerte, -como si esta fuera una dama- (...) Pero ese caballero extravagante hasta la muerte, medio polaco y medio español- el arrojado Pan Kiehot, más que arrojado, ¡ay!- baja su lanza adornada con la banderola e invita, blanquirrojo, al besamanos, porque el incendio prende el ocaso, y las cigüeñas castañetean blanquirrojas en los tejados, y las cerezas escupen sus huesos;; y grita a la caballería: -Bravos polacos a caballo, esos que veis allí no son tanques de acero, sino sólo molinos o borregos: os invito al basamanos! (p.279).
                  
   El Punto de vista o perspectiva narrativa es la del protagonista pero con un planteamiento original que consiste en que continuamente se desdobla del narrador como si fueran dos narradores distintos, pese a que sabemos que son uno solo: “En Brösen compró María una libra de cerezas, ME cogió de la mano –sabía que OSCAR sólo a ella se lo permitía- y NOS condujo a través del bosquecillo de abetos al establecimiento”. (p.297).Esto es así a lo largo de toda la novela con la excepción de un momento en que la narración pasa a ser desarrollada por un tercero: su cuidador Bruno, que incluso se interroga sobre su trabajo. En cuanto al tratamiento del tiempo, la narración es más o menos lineal teniendo en cuenta que desde el presente se hace un gran flashback que comienza en los orígenes de su familia y continúa ordenadamente hasta el final (de hecho no sabremos muchas cosas hasta ese final) aunque se va alternando con ese presente. En cualquier caso, la voz narrativa es muy original porque no sólo se mezclan distintas voces  sino porque aparecen: delirio, lucidez, fantasía, elementos oníricos...sobre un pasado inmediato dominado por la barbarie y el resultado es un realismo mucho más eficaz que el tradicional. Por todos esos elementos podríamos hablar de una influencia importante del realismo mágico hispanoamericano. Igualmente, no olvidemos la capacidad de raciocinio de Oscar ya desde el vientre de su madre.

   El desvarío y la locura son constantes en esa narración desde el psiquiátrico, momentos de locura cuando se convierte en el sucesor de Jesucristo o de extrema lucidez como la ejecución de su padre, Jan, a manos de los nazis.

   Gran metáfora del poder del arte y de la literatura. Él es consciente de que con su tambor y su voz puede contra la guerra (cuando paraliza un mitin nazi) o aplaca odios (ante los soldados) o cuando con su voz puede romper cualquier cristal (¿alusión a la “noche de los cristales rotos”, que marco el comienzo de la pesadilla nazi?).

   En la voluntad de no crecer por parte de Oscar hay un rechazo hacia todo lo social y familiar. Quiere permanecer al margen de todo, escuchar, presenciar todo y ser ignorado por todos.
                  
   El personaje resulta repulsivo, casi demoníaco. Es monstruoso, tarado, cruel (no olvidemos que es responsable de la muerte de sus dos padres), amoral, cínico, miserable, está loco pero es muy lúcido, es un tanto rijoso...La verdad es que da un poco de miedo y supongo que es el perfecto reflejo de la sociedad alemana de posguerra. De ahí la inmensa crítica por parte del autor.

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miércoles, 28 de diciembre de 2016

BOYNE, John, “El niño con el pijama de rayas”, Salamandra, Barcelona, 2007.


 

   Bruno es un niño de 9 años que vive con sus padres y su hermana, Gretel, en el Berlín del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Allí es feliz en su gran casa; tiene amigos; va al colegio; ve a sus abuelos...Un día descubre con fastidio que en casa se está preparando una mudanza y a los pocos días está viviendo en lo que él llama “Auchviz”. Su nuevo hogar no le gusta nada. Vive en medio del campo, no hay ninguna otra casa alrededor ni niños con los que jugar. Nos va contando su nueva experiencia. Añora Berlín y a sus amigos y no convence a su padre para que su jefe (El Furias) le permita abandonar ese trabajo. Un día descubre que más allá de su jardín hay una gran alambrada, que se extiende a lo largo de kilómetros, detrás de la que hay muchos bloques y gentes que visten todos igual con lo que él llama pijamas de rayas. Cuando pregunta en casa por ellos, no sólo no le responden sino que le prohíben volver a hablar de ello. Poco a poco, va amoldándose a la nueva situación y va sobrellevando las clases de un profesor privado, -Herr Liszt-, que sus padres han contratado para él y su hermana. Nos habla, siempre a través de la 3ª persona de un narrador, de María, la criada; del insoportable teniente Kotler, que va mucho por su casa; del cocinero y camarero Pavel, que un día le curó muy amablemente una herida que se hizo...Desde la ventana observa a los hombres y la vida del otro lado de la alambrada, ve cosas raras que él no entiende pero ya no se atreverá a preguntar. Nos cuenta incluso cómo un día se preparó un gran revuelo en la casa porque el jefe de su padre, El Furias, vino a cenar con una señorita llamada Eva.

   Un día, Bruno se aventura a ir a explorar más allá de los límites del jardín de su casa y, siguiendo la alambrada, verá que al otro lado de ella hay un niño vestido con el mismo pijama de rayas. Hablarán, se presentarán (el otro niño se llama Shmuel y tiene su misma edad) y a partir de este momento, todas las tardes en el mismo sitio y a la misma hora se encontrarán, cada uno a un lado de la alambrada que los separa. Se hacen muy amigos y conversan contándose sus cosas. Por fin Bruno se encuentra feliz y con su nuevo amigo no echa de menos a los que dejó en Berlín. Todo cambia un día en que sus padres deciden que la madre y los dos hijos deben volver a la ciudad, convencidos de que “Auchviz” no es un buen lugar para ellos. Bruno, muy triste, se lo cuenta Shmuel quien a su vez le cuenta que él también está muy triste porque no encuentra a su padre. Al día siguiente se despedirán pero preparan su último encuentro. Bruno está deseoso de ayudar al amigo a buscar a su padre y, sobre todo, quiere conocer cómo se vive en ese “pueblo”. Se encuentran en el sitio acostumbrado. Bruno se quita su ropa y se pone un pijama a rayas que Shmuel le ha llevado para no llamar la atención al otro lado. Vestido así y con la cabeza rapada (porque su madre había descubierto unos días antes que tenía piojos) descubren que son casi iguales aunque Bruno mucho más gordo. Deja su ropa doblada encima de una piedra y se arrastra abriendo un hueco por debajo de la alambrada. Ya juntos, van caminando y Bruno va descubriendo que no le gusta lo que ve. La gente está muy delgada y con semblante triste, no hay nada bonito y sí muchos soldados que gritan y empujan a los hombres con pijamas de rayas. Quiere irse a su casa pero de pronto suena un silbato y unos cuantos soldados congregan a empujones, y en torno a los dos niños que quedan así ocultados, a muchos hombres con pijamas de rayas. Les van arrastrando hacia un lugar en el que Bruno ya no siente la lluvia. Los dos niños están agarrados fuertemente de la mano y ambos se dicen que el otro es su mejor amigo. De pronto oyen una exclamación de asombro de todos los que allí estaban, al mismo tiempo que la puerta se cerraba con un resonante sonido metálico y todo quedaba a oscuras. No se sabrá nada más de Bruno pese a la exhaustiva búsqueda que de él se hizo. Su madre y su hermana regresan a Berlín. Su padre se queda allí y al año vuelve al lugar donde habían encontrado la ropa de su hijo. Ni un solo día ha dejado de pensar en él y en aquel lugar descubre horrorizado que la base de la alambrada no está sujeta al suelo y que al levantarla quedaba un hueco suficiente para que un niño pasara por él.
   Hasta aquí el argumento.
   
   Lo mejor de la novela es el punto de vista. Está narrada desde una tercera persona pero el estilo indirecto libre es de tal profundidad que es como si la contase el propio niño. Así, nos conmueve su ingenuidad a la hora de interpretar todo lo que ocurre a su alrededor, ingenuidad que contagia lo lingüístico (“Auchviz” por Auschwitz o “El Furias” por el Führer). Él, lógicamente, no tiene ninguna referencia histórica y no sabe qué significa la alambrada, los pijamas de rayas, los bloques de viviendas o barracones...No sabe que Pavel, el camarero de su casa, era un gran médico; no sabe qué es eso de ser judío, ni lo que significa ser comandante  -su padre-, del ejército del Führer. No entiende todo lo que se organiza en su casa cuando éste viene a cenar con esa señora tan guapa, -Eva Braun-. Tampoco por qué su profesor no le deja leer libros de literatura ni por qué su amigo está tan delgado y tiene tan mal aspecto. Shmuel tiene la misma edad y hace la misma interpretación ingenua porque tampoco tiene ningún referente, sólo sabe que un día tuvo que salir de su casa y convivir malamente con otras diez personas en una habitación, luego vendría el brazalete con la estrella cosida, la deportación, la separación con su padre respecto a su madre y su hermana y, por último, la llegada a este sitio donde pasa hambre, le maltratan y donde desaparece la gente (como ocurrió con su padre). Son dos niños que, como tales, interpretan la realidad a su modo, sin saber muy bien qué está ocurriendo a su alrededor y que, al final, de una manera atroz acabarán siendo víctimas de la barbarie nazi, como tantas otras.
   
   Lo peor de la novela es esa cierta banalización de la gran tragedia a la que Hitler llevó a la humanidad. Todo resulta un poco inverosímil y cuesta creer que lo que ocurre en la novela pudiera haber pasado. Se percibe un cierto oportunismo y la novela resulta efectivamente terrible porque lleva al lector a un grado de angustia espantoso e insoportable, pero quizá no sea necesario llegar a este grado de ficción para crear una trama con más apoyo real. No es necesario imaginar tanto cuando lo que ocurrió y sus consecuencias es bien sabido por todos nosotros.
  
   Por otro lado, tampoco es una novela juvenil que puedan leer los actuales alumnos de enseñanza secundaria. No entenderían nada porque apenas nada saben de lo ocurrido en aquel momento. Sería necesario dotarles de conocimientos y referencias históricas previos a la lectura y ni aún así creo que llegaran a acercarse a lo que de una manera tan aparentemente trivializada se plantea en el libro.
   
   En cualquier caso, merece la pena leerla.

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domingo, 25 de diciembre de 2016

BANVILLE, John, "Antigua luz", Alfaguara, Madrid, 2012.




Alexander Clave es un actor de teatro no muy brillante desde que un día en medio de un monólogo olvidó el texto, hecho que le marcó desde entonces. Le han ofrecido el papel protagonista en una película que le pone en contacto con la hermosa, joven y exitosa actriz del momento, Dawn Devenport. El rodaje de la película y la extraña relación que surge entre ellos constituye el presente narrativo, pero no es esto lo más importante. Alternando con este presente, el protagonista-narrador y a base de continuos flashbacks, nos lleva a dos tiempos y dos realidades anteriores: a la infancia, enfermedad, juventud y suicidio de su única hija, Cass, en un acantilado de Portovenere (Italia) y, sobre todo, al verano de sus quince años en el que mantuvo una tórrida relación con la Sra. Gray, madre de uno de sus mejores amigos, Bill Gray. Las páginas que la narran no llegan a constituirse en literatura erótica pero sí están dotadas de una intensa pasión con escenas de alto contenido sexual.
         
    El presente, -atormentado por el recuerdo de la hija muerta y de la ausencia de causas que aclaren su muerte, -hace ya diez años-, y el pasado lejano en el que recuerda su primer gran amor son los dos ejes, narrativos si se quiere, de la novela, pero sin duda éste es un libro sobre la memoria y el recuerdo, sobre los vericuetos mentales que establecemos, consciente o inconscientemente para no olvidar o para tamizar emocionalmente la realidad recordada, de modo que los recuerdos no siempre la reflejan tal y como ocurrió. Así, el protagonista duda muchas veces sobre si lo que está recordando y contando fue real, y lo mejor es que esto se traduce estilísticamente en la profusa utilización de preguntas, preguntas casi siempre dirigidas a sí mismo (¿fue así como ocurrió?¿no me estaré equivocando?) pero también a nosotros. De la misma manera y por la misma razón, el narrador abre una serie de dudas respecto a lo que está contando, y por ello frecuentemente se dirige a sí mismo y se increpa y corrige cuando está contando la historia: “La luz invernal –no, no, era verano, por amor de Dios, no te despistes- la luz de verano...” (p.129).  Así, sospechamos que no todo lo que está diciéndonos ha ocurrido de verdad, como efectivamente sabremos al final cuando se encuentre con la hermana Catherine que no es otra que Kitty, la hija pequeña de la Sra. Gray que les sorprendió en uno de sus encuentros amorosos. Verdad o no, es igual. No interesa tanto lo recordado como los mecanismos para recordar primero y contarlo después. El propio autor ha dicho al respecto: “La memoria es un personaje importante en esta novela y tiene gran presencia en ella (...). Para Alex el pasado parece ser más importante que el presente. Le damos mucha importancia al pasado, pero eso le pasa no sólo a mis personajes, sino a muchas personas reales que están obsesionadas por el pasado y la memoria. Además habría que matizar que nadie puede recordar como en una novela, con tantos detalles como narra un escritor. La ficción permite hacer parecer que uno recuerda pero en realidad, uno está inventando”. Compararle con Proust y Nabocov me parece una exageración aunque los ecos son evidentes porque efectivamente la memoria y el erotismo son los dos grandes protagonistas.

    En otro orden de cosas, es interesante el hecho de que todos los personajes importantes son mujeres y que el protagonista se siente perdido ante todas ellas, no las conoce, no las comprende y eso le produce un cierto desasosiego y extrañamiento: su esposa Lydia, con quien compartió la muerte de su hija y con la que ha conseguido una cierta paz pero con la que se sorprende continuamente porque dice saber muy poco de ella; su hija Cass, muerta en plena juventud y a la que sigue buscando en el presente, buscando sobre todo las razones de por qué se suicidó; la joven actriz Dawn Devenport ante la que se siente un poco como padre y amante sin ser ninguna de las dos cosas; la extrafalaria y maltratada por su marido Billie Stryker, que será quien resuelva algo importante al final; Kitty, la hija pequeña de su amada, traviesa y malvada; y por encima de todas ellas, la Sra. Gray, a la que le unió no sólo un intenso lazo sexual cuando tenía quince años sino que, además, la presenta como la mujer a la que más amó, la que más le marcó y a la que menos conoció.

    Otro logro de la novela es la luz que crea a lo largo de toda la historia, luz que ilumina cuando retrocede al pasado y que es una luz que evoca, que emociona, que transporta...Pero hay también otra luz, que yo asociaría al presente, que oscurece, que crea una atmósfera un tanto asfixiante y opresiva, como la creada en el hotel italiano o en su propia casa.

    Sorprende el final de la novela en el que Alex Cleave se marcha a E.E.U.U. acompañado por JB que no es otro que el autor de la biografía de Alex Vander, personaje que él está interpretando en la película. Además, ha encargado a Billie Stryker que siga la pista que Alex Vander haya podido dejar diez años atrás en los alrededores de Portovenere porque, según su biógrafo, por ahí anduvo coincidiendo con Cass, la hija de Cleave, en los días en que ella se suicidó.

    Buena novela aunque no magnífica, como la declaran los seguidores del autor. En cualquier caso, lo mejor... el estilo.

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domingo, 18 de diciembre de 2016

ABAD FACCIOLINCE, Héctor, "El olvido que seremos", Seix Barral, Barcelona, 2010


Preciosa y entrañable novela en la que se aúnan diferentes géneros que la hacen difícilmente clasificable. Novela porque aparecen todos los elementos técnicos de una narración, pero también biografía, la de un hombre notable, la de un hombre bueno que entregó su tiempo y su vida a la consecución de los derechos humanos en su país, Colombia. También autobiografía porque aquella está escrita por su hijo, por su único hijo varón, llamado igual que él, Héctor Abad. Y por fin, también crónica, la de un tiempo que abarca básicamente los años ochenta en aquel país latinoamericano, años llenos no sólo de pobreza y miseria en las clases bajas de aquella sociedad, sino también del más puro y duro fascismo en la clase política que, sirviéndose de los grupos paramilitares a los que amparaba, se dedicó durante aquellos años a acabar, mediante el asesinato sistemático, con la vida de los mejores, de todos aquellos que se dedicaron a denunciar y a intentar cambiar ese estado de cosas.
            
    Este libro cuenta la historia de Héctor Abad Gómez, un hombre honesto e integro, médico de profesión, que dedicó su tiempo a luchar para que mejoraran las condiciones de salud, y por tanto de vida, de los más pobres. Un hombre crítico, respetado y admirado por todos, maestro ideológico de varias generaciones que le siguen y apoyan en sus reivindicaciones. Casado, con cuatro hijos, siente un amor especial por su hijo Héctor quien arranca este relato desde su más tierna edad, explicándonos quién era su padre y qué hizo, el profundo respeto que sentía por él y, sobre todo, los lazos de amor que había entre ellos. Sin duda, el libro es en primer lugar un homenaje hacia su vertiente pública y hacia todo lo que consiguió, pero también lo es hacia el padre y esposo bueno, casi perfecto en su capacidad de comprensión y amor hacia todos los que le rodeaban. Todo ello escrito con un inmenso poso de ternura y admiración pero también, en muchas ocasiones, de rabia e impotencia como cuando narra lo ocurrido el 24 de agosto de 1987, día en que Héctor Abad Gómez cae abatido por las balas de unos sicarios amparados por un estado corrupto y fascista.
            
    Hay otro aspecto que me ha gustado mucho del libro y es lo que ya deja entrever el título, verso de un soneto implacable y demoledor de J.L.Borges titulado Epitafio y que inevitablemente nos recuerda a Jorge Manrique y a Quevedo. El contenido del soneto, que no es otro que la fugacidad del tiempo y de la existencia, hasta tal punto de que, aún vivos ya somos el olvido que seremos y ya somos en la tumba las dos fechas / del principio y el término..., es el resorte que movió a Héctor Abad Facioline a escribir el libro para retrasar un poco el instante el olvido que será su padre y el que seremos todos. El último capítulo lo explica muy bien y encontramos en él la razón de ese leve, y apenas perceptible, tono pesimista que inunda el libro, ese cierto desconsuelo ante una fugacísima vida en la que inútilmente nos empeñamos. Así, queda al final el regusto triste ante la evidencia de que todos somos el olvido que seremos. Algunos fragmentos de ese último capítulo que me ha conmovido de forma especial: (pp 272-274)

            
    Magnífico libro.

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domingo, 11 de diciembre de 2016

GRANDES, Almudena, “El corazón helado”, Círculo de lectores, Barcelona, 2007



En una sociedad como la nuestra, en la que sistemáticamente se relega a los mayores y se les arrumba como objetos inservibles, es reconfortante leer una novela en la que uno de sus grandes temas es justamente lo contrario, demostrar que lo que somos y tenemos es gracias a lo vivido y conseguido por las generaciones que nos precedieron, en este caso la que participó en nuestra guerra civil y dejó testimonio, con su sufrimiento y coraje, del drama vivido.

   El presente de la novela transcurre en nuestros días y está protagonizado, como tal presente, por dos jóvenes ya adultos, -Raquel y Álvaro-, de treinta y tantos ella y cuarenta y pocos él. Se encuentran de forma azarosa y surge entre ellos una fuerza amorosa intensísima que va a arrasar con todo y ese todo es el mundo de mentiras, cinismo y bajezas morales en que ha vivido Álvaro durante toda su vida sin él saberlo. Será el amor hacia Raquel lo que le mueve en todo un proceso de indagación sobre su familia que le lleva hasta una tercera generación, -la de sus abuelos-, ocultada y enterrada por un padre al que adoraba y del que va a descubrir que fue un miserable, un oportunista y un canalla.

   Álvaro es hijo de Julio Carrión González, en la actualidad empresario poderoso con una gran fortuna, que se hizo a sí mismo, que ha tenido cinco hijos (Rafa, Julio, Angélica, Álvaro y Clara), y que ha sido para ellos un ejemplo de rectitud, honradez y vida extraordinaria. El libro comienza con su entierro y es en el cementerio donde Álvaro descubrirá por primera vez a Raquel Fernández Perea. También ella es el fruto lógico de una familia, aunque ésta bien distinta a la de él. Su abuelo, Ignacio Fernández Muñoz es, junto con el padre de Álvaro el gran protagonista del libro. Tenía dieciocho años cuando estalló la guerra, estudiaba Derecho y era hijo de una familia acomodada de Madrid. Llegó a ser Capitán del ejército republicano, comunista cabal y convencido. Escapó con vida varias veces y vio caer a amigos, a su hermano Mateo, -sólo dos años mayor que él-, a su cuñado Carlos, -marido de su hermana Paloma-...Muertes humillantes todas ellas. Pero nada le arredra, ni siquiera cuando ya en el exilio acaba en un campo de concentración francés. Sus padres, -Ignacio y María-, y sus dos hermanas también tuvieron que marcharse dejando importantes propiedades en España y teniendo que empezar desde cero en Francia que, en esos momentos, no era precisamente amiga de los republicanos españoles. Ignacio acaba encontrando a su familia en aquel país, se casará con Anita y jurará no volver a pisar tierra española. Será en Francia donde conoce a Julio Carrión quien por pura conveniencia se hace pasar también por republicano (lleva en el bolsillo siempre los dos carnés, el de las juventudes socialistas y el de Falange). Julio Carrión con su simpatía personal se gana el afecto y la confianza de la familia Fernández y cuando va a volver a España se trae un poder notarial de ellos para que venda todas sus posesiones, -un estupendo piso, una casa en la sierra y muchas tierras-, y les envíe el dinero a Francia. Es aquí cuando empezamos a conocer de verdad cómo el miserable Julio Carrión comienza una carrera meteorítica como empresario constructor en la España franquista, mientras los Fernández pasan todo tipo de calamidades en Francia. En el exilio nacen los dos hijos de Ignacio y, sobre todo, su nieta Raquel por la que siente un amor muy especial y con la que mantiene una unión tan estrecha que la marcará intensamente, de forma que se autoimpone la difícil tarea de vengar a toda su familia y la convertirá en la protagonista en el presente de la novela.

   Todo lo que pasa, toda la historia, -compleja porque se extiende a lo largo de cuatro generaciones, aunque la más detallada sea la de Ignacio y Julio-, nos llega a través de un entramado de puntos de vista,  perspectivas y técnicas narrativas que va combinando la tercera persona, -que cuenta todo lo referente a Raquel y su familia-, con la primera de Álvaro. La tercera está cuajada de estilo indirecto libre, con lo que muchas veces da la sensación de que son los propios personajes los que presentan su vida. La distribución es perfecta e ideológicamente muy significativa, porque desde la objetividad de la tercera se nos cuentan las miserias de los Carrión y lo extraordinario de los Fernández como si ambos extremos no fueran cuestionables, como si no cupiera interpretación alguna porque unos son unos canallas y otros unas personas sencillamente extraordinarias. Mientras, en el caso de Álvaro, será él quien hable porque la intensidad de la introspección que realiza, el buceo que hace en su vida y la de su familia, es de tal calibre que sólo él puede contarlo.

   Todo esto, unido a la falta de linealidad cronológica y a la gran cantidad de personajes hace que a veces sea necesaria una lectura lenta y reflexiva para no mezclar fechas, nombres y situaciones, pero es justamente este entramado narrativo lo que aporta calidad a la novela. Así, vamos descubriendo poco a poco la auténtica esencia de los personajes, personajes que, por otro lado, resultan todos muy contundentes, muy bien trazados, sin fisuras…,y esto vale no sólo para los protagonistas sino también para los secundarios: cada uno de los hermanos de Álvaro; su madre, Angélica; su mujer, Mai, su abuela Teresa, sus otros abuelos…Igual ocurre con los personajes ligados a Raquel: sus padres, Ignacio y Raquel; su abuela Anita, su amiga Marga...

   A este alarde técnico por parte de la autora, hay que añadir lo estremecedor de la propia historia, de todas esas vidas que se cruzan hasta tejer una tela de araña en la que se funden todos los personajes de las dos familias.


   Magnífico homenaje a los republicanos españoles y a los que sufrieron en la Guerra y en el exilio.

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